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La máquina que «podía pensar» estuvo en La Habana

El "Turco" y su ingenioso mecanismo
El "Turco" y su ingenioso mecanismo

Uno de los «inventos» más interesantes del siglo XVIII, el llamado «Turco»,  la «máquina que podía pensar» o el «autómata» como se le llamó indistintamente,  estuvo una vez en La Habana y aquí tampoco se pudo descubrir uno de los mayores fraudes de la historia del ajedrez: creer que una máquina tenía la capacidad de derrotar a un ser humano en una partida de ajedrez…

En 1769, en la corte de la emperatriz María Teresa de Austria, se reunieron varios de los mejores inventores de ese tiempo, dispuestos todos a deslumbrar a una mujer famosa por su afición a las nuevas creaciones y también por el dinero que podía destinar a aquellos que ganaran su atención.

Después de presenciar algunas demostraciones, María Teresa dirigió su mirada hacia Wolfgan von Kempelen, uno de sus protegidos,  y le preguntó por sus impresiones. Este hombre, sin pensarlo dos veces, ponderó en alguna medida los inventos, pero aclaró que él podía superarlos sin ninguna dificultad. Intrigada, la emperatriz le concedió seis meses para presentar “algo” que sobrepasara, en ingenio, a lo que ella había presenciado hasta ese momento.
Kempelen aceptó el reto y durante medio año nadie supo de él. A principios de 1770 anunció que ya tenía preparada su creación y solicitó una audiencia con María Teresa. La mayor parte de la corte austriaca asistió a la tan esperada demostración de quien era reconocido, incluso por sus enemigos, como un habilidoso creador.

Al descorrer las cortinas, ante los ojos curiosos de la multitud apareció un pequeño muñeco, con turbante y túnica, sentado frente a un tablero de ajedrez. Debajo, como anunció con un tono de voz misterioso von Kempelen, había una cabina de madera, de un metro veinte de largo por 60 centímetros de profundidad y 90 de alto.

Para elevar aún más la expectación, von Kempelen le pidió a los presentes la ayuda de un voluntario que quisiera jugar contra “su máquina que podía pensar”. El conde Ludwig von Cobenz  fue el primero en acercarse a la mesa. Entonces von Kempelen dio cuerda a su autómata y la “criatura” pareció cobrar vida. Los ruidos provocados por el movimiento de los engranajes asombraron a la audiencia. La máquina estiró su brazo y movió el peón rey. En menos de media hora, “el Turco”, como lo bautizaron por la extraña vestimenta del muñeco, derrotó a su rival.

Las expresiones de admiración no cesaron durante un largo tiempo. Todos le pidieron al genio que mostrara, una vez más, el mecanismo y este los complació para alejar las ideas de un engaño. Así comenzaba a vivirse una de las historias más intrigantes de finales del siglo XVIII y que se extendió hasta la mitad de la siguiente centuria.

Luego de la exhibición, von Kempelen, quien como era de esperarse ganó una amplia notoriedad en la corte, quiso dejar a un lado a su “autómata”, pero recibió fuertes presiones para realizar una gira por varias cortes de Europa y no le quedó más remedio que llevar su complicada maquinaria hasta los más diversos sitios y con ella siguió maravillando.

¿Quién era este hombre que intrigó a todos en un continente donde, supuestamente, se concentraba el mayor saber de la época? Wolfgan von Kempelen nació en Hungría, en 1734, y además de ingeniero era historiador y escritor.

Antes de cada presentación, él abría las puertas de la caja y le permitía observar al espectador los complejos engranajes que posibilitaban el movimiento del maniquí. Aquellos que, atraídos por el fenómeno, decidían probar fuerzas con el autómata, se sentaban frente al tablero y realizaban su jugada. En poco tiempo el muñeco respondía e incluso si el oponente cometía una violación de las reglas del ajedrez, “el Turco” golpeaba con su brazo izquierdo la mesa, en señal de protesta.

Muchos se negaban a creer que realmente una “máquina pudiera pensar” y por eso hubo diversos intentos por descubrir el engaño. Las hipótesis sugerían, en especial, el uso de fuerzas magnéticas; aunque nunca pudo descubrirse exactamente cómo funcionaba “el Turco”.

En realidad, el autómata… tenía poco de autómata. Su secreto radicaba en un mecanismo que le permitía a un habilidoso jugador de ajedrez esconderse dentro de la mesa y desde allí accionaba el brazo del “Turco”. El interior de la caja estaba ingeniosamente compuesto para engañar a toda la audiencia.

Un asiento deslizable en el interior de la caja le permitía al experto ajedrecista moverse de lado a lado y, de esta manera, evitaba ser visto mientras von Kempelen abría las puertas.

Así los crédulos asistentes no podían darse cuenta de la existencia de otro compartimiento donde se escondía un cojín rojo, unas piezas de latón y una vela. Allí se situaba el jugador. Gracias a la luz de la vela y a los imanes de las piezas podía darse cuenta, desde su compleja posición, del movimiento de los rivales, los reproducía en su pequeño tablero y respondía con la mayor celeridad posible. Otro muy bien diseñado sistema de tubos posibilitaba que el humo de la vela saliera sin ser notado de la caja y se incorporara al vestuario del “Turco” quien, mediante esta vía, aumentaba su imagen de “maquinaria misteriosa”.

Los viajes de von Kempelen por toda Europa se extendieron durante dos décadas. En 1804 cayó enfermo y murió al poco tiempo. Su mayor invención quedó en manos de su hijo quien la vendió a un músico llamado Johann Maelzel. Este hombre, todo un pícaro, ofrecía clases de violín en Viena y no demoró mucho en llevarse al “Turco” nuevamente de gira por el Viejo continente.

En una de sus estancias en la capital austriaca, Napoleón Bonaparte quiso enfrentarse al “Turco”; pero el Corso no salió bien parado del duelo y cuentan que al perder la tercera partida consecutiva tiró con furia las piezas al suelo. El irritado Napoleón nunca supo que sus reveses fueron ante un conocido ajedrecista de la época, también francés: Jean Allgaier.

Al decaer la atención del autómata en Europa, Maelzel llevó su máquina a Estados Unidos. Allí, pensaba, “el Turco” sería toda una novedad y en un principio los negocios marcharon bien para Maelzel; sin embargo, contrajo demasiadas deudas y quiso probar fortuna en otros territorios de América Latina. Su primera—y única— parada fue en La Habana.

EL TURCO LLEGA A CUBA

En 1827 Johann Maelzel arribó a la capital cubana y aquí “el Turco” fue toda una sensación; aunque el éxito duró poco tiempo porque el secretario personal y confidente, William Schlumberger—sobre quien se especula fuera el hombre que noche tras noche se escondía en la pequeña caja de madera—murió de fiebre amarilla.

Entonces Maelzel decidió regresar a Estados Unidos; pero en el viaje, a solas en su camarote, bebió demasiado y fue hallado muerto. “El Turco” quedó sin dueño y fue vendido, por apenas 400 dólares, a un hombre quien lo donó al Museo chino de Filadelfia. Un intenso fuego devoró a este inmueble en 1857 y entre sus llamas encontró su fin el “autómata” que dejó perplejos a decenas de miles de personas durante más de cinco décadas.

Publicado en Habana Radio

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